El derrame de una sustancia oleosa en Caleta Guayacán no dejó a nadie indiferente, menos aún a residentes y pescadores, quienes temen que esa bahía se convierta en una nueva zona de sacrificio, tal como ya ocurrió en Quintero-Puchuncaví.
El temor no es antojadizo. La mancha encontrada es un hito más en esta historia llena de cuestionamientos hacia el trabajo irresponsable y poco riguroso que empresas como CAP Minería y Enami realizan al apilar minerales en las cercanías de la caleta y trasladarlo a través de embarcaciones. Si a eso le sumamos la presencia de una estación “aliviadora de tormentas” de la sanitaria local, la existencia de una petrolera y la irrupción de inmobiliarias que han destruido el ecosistema de dunas, podríamos decir que en ese lugar ya se activó una bomba de tiempo.
Los propios biólogos marinos y oceanógrafos, involucrados en la toma de muestras del agua superficial y del fondo marino, ya advirtieron que la mancha no ha desaparecido, sino que ha sido absorbida por organismos y microorganismos presentes en la bahía y cuyo impacto podría hacerse más evidente recién dentro de 10 años cuando ya sea muy difícil remediar esta situación.
Por eso, el desafío es claro: hay que pensar cómo protegemos el ecosistema marino-terrestre de la bahía y para eso será clave revisar la normativa medioambiental, reformulando los mecanismos de investigación y multas que se asignan a los responsables de poner en riesgo no solo a una caleta, sino que también al patrimonio cultural y social de quienes también disfrutan de esas aguas, pero desde el otro lado, en la Playa La Herradura.
Hay que poner atajo ahora. Que las empresas aseguren que cumplen la norma no basta, hay que intensificar las fiscalizaciones y llegar aún más lejos: hay que investigar las reales implicancias que puede llegar a tener la presencia y trabajo simultáneo de todas esas industrias instaladas en la caleta, porque el desarrollo no pude justificarse a toda costa.