Desde hace años nuestro país ha estado siendo víctima de la sustracción sistemática de ballenas y, para colmo, ahora viene a serlo de la invasión irracional (¿o de una ola de inmigración?) por parte de ellas.

La caza “con motivos científicos” que realiza Japón en el sur del país acabará haciéndolas desaparecer de nuestros mares, para enervar a las organizaciones promotoras de la preservación de la naturaleza, a la vez que para no alterar la inmutabilidad de nuestros gobiernos.

El “juego” (que es más que un mero juego), denominado “La ballena azul”, que se expande a través de la Internet, está comenzando a generar situaciones lamentables en el mundo y, por cierto, en Chile.

Su dinámica consiste en ir sometiendo a los adolescentes (grupo etario al que está dirigido) a una serie de pruebas de dificultad creciente, las que incluyen prácticas de violencia progresiva por parte de los jugadores, tanto en contra de sí mismos como en contra de los demás. Esto tiene lugar en el contexto de grupos cerrados que convergen en una situación lúdica, los que son dirigidos por un coordinador o jefe, en los cuales la presión que tiene lugar sobre los integrantes genera en cada uno de ellos (en una edad que los hace de sobremanera influenciables y vulnerables) un afán irresistible por ir cumpliendo cada una de las pruebas o desafíos que se les presentan, al margen de lo difíciles y peligrosas que ellas sean, no importando el sufrimiento moral, psicológico y hasta físico que conllevan, tanto para sí mismos como para los demás.

La policía, como los medios de comunicación, los psicólogos y los expertos relacionados con esta disciplina, recomiendan que los padres controlen a sus hijos en lo relacionado con el uso de los equipos con conexión a Internet, tanto como respecto de cómo y con quiénes se relacionan a través de las redes sociales.

Sin embargo, los “Apóstoles del bien” no han considerado algunos problemas elementales que impiden que los mayores sigan sus bienintencionados consejos: a) cada vez los padres pasan menos tiempo con sus hijos, sea en razón de su trabajo o por otras que les resultan imposibles de desatender; b) los niños y los adolescentes tienen acceso a las redes sociales en cualquier parte, no solo en el hogar o en el establecimiento educacional al que asisten; c) que, en esa edad, lo que más llama la atención es lo que se nos prohíbe, aunque conlleve un castigo la violación de la norma que se impuso; etc.

En síntesis, es muy poco lo que los padres y los profesores, en realidad, pueden hacer.

Me parece que el problema de fondo está en la visión ingenua y hasta pueril que nuestras autoridades han tenido y tienen de las plataformas electrónicas y de las redes sociales. De hecho, un ministro de Estado dio a entender, sin sonrojarse siquiera, que, en Chile, todas las plataformas son legales, aunque sirvan a comercios ilegales, como en el caso de Uber y otros, por ejemplo.

Dicha postura se contradice (y con toda razón) cuando se trata de la pornografía infantil, por ejemplo. Esta sí puede ser perseguida, incluso con mayor motivo, si se difunde a través de plataformas electrónicas y redes sociales. Así, ¿por qué razón no puede perseguirse a quienes instan a los niños a la autoflagelación o a la violencia en contra de los demás?    

Nuestro país suscribió, hace varios años, la Declaración de los Derechos del Niño. En conformidad a ella se obliga a impedir que nuestros niños y adolescentes sean víctimas de influencias que puedan atentar en contra de su integridad o en contra de la integridad de los demás. Pero, no se asume la responsabilidad de hacerlo. ¿Por qué?

¿Cuál es el motivo por el que no se impide que nuestros niños y adolescentes sean manipulados y utilizados de esta forma? ¿Qué dice, al respecto, el Servicio Nacional de Menores? ¿Qué dice el Ministerio de Salud y el Ministerio de Educación? ¿Por qué las autoridades se “lavan las manos”, dejando a los padres una responsabilidad que está más allá de sus posibilidades de cumplirla?

Me parece que en ningún país civilizado puede ocurrir algo así. 

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