Releo Los demonios de Dostoievski, en una edición que leí hace muchísimos años. De lo que me doy cuenta al releer es de lo mala que es mi memoria. Los demonios es de las novelas que más admiro. Sin embargo, al releerla me doy cuenta de lo poco que me acordaba. ¡Qué vergüenza! Pero, al mismo tiempo, ¡qué placer el que le da el olvido a la lectura! De repente, una escena me conmociona como si se tratara de una revelación nueva. ¿O será que despierta emociones que estaban enterradas en algún oscuro rincón de la memoria? ¿Será que el placer que produce la relectura tiene que ver con la recuperación de algo? ¿Con la recuperación de tesoros, de tiempos perdidos?Uno lee influenciado por el contexto en que está, y por eso mismo, también cada  relectura es una lectura nueva. Eso lo pensaba mientras leía, Los demonios, la escena en que Stavroguin visita a Shatov. Dejemos para otra ocasión un análisis frío, del multifacético y demoníaco seductor que es Stavroguin, o del disminuido fanático que es Shatov. Baste decir que Shatov le recuerda a Stavroguin una teoría que éste tenía de la religión. Según ella, los pueblos son fuertes, sanos, incluso morales, cuando veneran a su propio dios y luchan por él contra los dioses ajenos. El momento en que se les impone un Dios universal, pierden no sólo su identidad, sino hasta su capacidad para discernir entre el bien y el mal, volcándose al nihilismo. Peor aún, si se les impone el “dios” supuestamente universal de la razón. Porque la razón es miserablemente utilitaria y cotidiana, mientras que la religión busca nada menos que el fin de la vida.¿Qué razón, pensé, por universal y beneficiosa que sea, puede resistirse a los dioses, o si se quiere, a los demonios de la Tribu? ¿No será que éstos siempre terminarán aflorando, porque la gente los siente como propios, y es conmovida por lo propio más que por abstracciones?  ¿Será que la gente está dispuesta hasta morir para que no muera su propia historia?  

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