Ni un terremoto 8.2 como el ocurrido en Coquimbo el 16 de septiembre de 2015, con consecuencias catastróficas, logra superar la inercia periodística de la celebración de las fiestas patrias. Después de ocurrido el terremoto de Coquimbo/Illapel del que se conmemoran cuatro años, y en donde se observó el típico patrón de cobertura de noticias, incluso en los diarios regionales sobre información de cifras de fallecidos (15), damnificados (27 722), casas destruidas (2442), Sin dejar de a lado la reacción gubernamental tras declarar zona de emergencia en toda la región de Coquimbo y zona de catástrofe en la provincia de Choapa , acompañada por supuesto de los comentarios de expertos relacionados con explicaciones acerca del “deslizamiento de la placa de Nazca bajo la placa Sudamericana”.
Los titulares aún se centran en solo hablar de la emergencia y de la evacuación, pero dónde queda el seguimiento y fiscalización en el rol social que deben cumplir los medios en tiempos de desastres. La importancia de las “celebraciones dieciocheras” prevalece. Las portadas de los diarios no parecen diferentes de cualquier fin de semana post 18: familias bailando cueca, ramadas, paseos familiares. Información acerca de la emergencia, cantidad de fallecidos, casas destruidas y, las fotos de barcos sobre tierra, dan paso a una cobertura fuera de portada sobre anuncios de reconstrucción de las miles de casas destruidas o dañadas. El desastre se blanquea y se invisibiliza el accionar o la inacción del Estado y las necesidades de la población afectada.
No es de extrañar entonces que la memoria de nuestros desastres y catástrofes sea tan frágil como las casas destruidas o deterioradas. Poco sabemos acerca de por qué algunas familias y comunidades sufren el embate más drástico del fenómeno telúrico y el tsunami que afecta a la zona. Aprendemos escasamente acerca de las vulnerabilidades sociales o del abandono de las comunidades rurales impactadas fuera de la percepción centralista de Chile.
Da la impresión que la información acerca del fenómeno telúrico casi se compara con los temporales que en algunos años destruyeron el negocio anual de las ramadas. La memoria de desastres de un terremoto que ocurrió solo dos días antes del comienzo de un fin de semana largo de festividades, pareciera escabullirse de conversaciones significativas acerca de cómo mitigar o prevenir mejor las consecuencias de estos eventos naturales. Los medios no dan lugar a una conversación seria y profunda de las dimensiones sociales y estructurales que definen el desastre.
Tampoco de nuestras actividades urbanización del borde costero o la centralización desmedida de decisiones acerca de cómo prevenir, mitigar, prepararse, y reconstruir en regiones, o del abandono perenne de zonas rurales. A pesar de haber decretado zona de catástrofe a varias comunas y una región, hay razones para celebrar, retorna la electricidad rápidamente, se habilita del acceso al agua potable, y se garantiza del acceso vial y el de las comunicaciones. Los que viven en la periferia de las ciudades y aquellos en pueblos lejanos quedan sin espacios para la memoria.
Los anuncios de normalidad permiten a las personas el volver al estado de letargo que la tercera semana de septiembre produce en todo ámbito de la actividad productiva y pública en el país. A la vuelta del “18”, a pesar de un desastre, los chilenos celebran, una vez más, sus capacidades resilientes. Hoy, cuatro años más tarde, pocos recuerdan la devastación. Nos perdemos la oportunidad de desarrollar una memoria más activa de nuestros desastres. Memorias necesarias para hacernos más resilientes y preparados a eventos naturales que no dan tregua a los chilenos.
Gonzalo Bacigalupe, Doctor en psicología e Investigador Principal de CIGIDEN