Viajaré a Puerto Madryn, en el Atlántico, a la celebración de los 150 años de la llegada de los galeses a la Patagonia Argentina. No hay rastros sanguíneos que me unan a esas personas, pero acompaño a un buen amigo que sí los tiene. Él está investigando el recorrido hecho por sus antiguos parientes hasta asentarse en Chile; una de las ramas vivió en La Serena hace unos cuantos años antes de regresar al sur. 
Ese ímpetu por reconocerse en la vida de una ascendencia es digno de atención. Creo muy necesario escarbar en los momentos y vivencias de nuestras familias, cercanas y lejanas, tirar la lienza lo más atrás posible y ver qué pescamos. Ese simple ejercicio traería consigo no sólo la reconstrucción de nuestro pasado más recóndito, también recobraría trozos de la historia de este país. ¿Cuántos de nosotros conversamos con nuestros padres y abuelos, y hacemos un levantamiento sistemático de los orígenes o desarrollo de las vetas familiares? Si lo hiciéramos, veríamos su mezcla con el contexto social, político o cultural de toda una nación. Son piezas de un rompecabezas que vale la pena armar; no como un hobby sino como un acto de profunda herencia y aprendizaje. Visto desde esta perspectiva, las fuentes históricas todavía están sentadas en nuestras casas, almorzando con nosotros, muchas veces perdidas en charlas triviales. 
Y no sólo conversar. La curiosidad implícita en la naturaleza humana también debería servir de motor para abrir los áticos, revisar las bodegas, destapar esas cajas llenas de viejas fotografías, documentos y cartas. Por favor, que no las devore la oscuridad y el silencio. La revisión del patrimonio escrito, verbal y visual de nuestras familias adquiere así la condición de sustrato para la otra historia, esa que nos cuentan en el colegio. Tenemos próceres y héroes pretéritos, propios y cercanos (esos que nos legaron la vida), busquemos las pruebas de sus vivencias. Seamos dignos herederos y pasemos la posta.
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