“Aprende a limpiarte los mocos primero”. Con esa frase, emitida en redes sociales, un militante de Renovación Nacional pretendía callar a un niño que, en plena transmisión del exitoso ‘Pasapalabra’ de Chilevisión, cuestionaba la iniciativa gubernamental que buscaba dejar en calidad de optativa una asignatura fundamental como Historia solo para que ciertos grupos pudieran “ocultar las cosas malas que hicieron en el pasado” y lograran llegar a donde están, según dijo.
Este no es un hecho aislado. A diario, vemos como el adultocentrismo desenfrenado busca amilanar e inhibir el legítimo interés de opinar, participar e incidir en la toma de decisiones políticas que tienen las personas más jóvenes.
En Latinoamérica basta revisar el requisito de edad para postular a cargos públicos y ya es posible constatar que, en general, hay que tener al menos 40 años para querer cambiar la vida de otros y eso, muchas veces, desanima a aquellos jóvenes que quieren aportar.
Chile no está ajeno a esta situación. Una serie de requisitos, han provocado que nuestros sueños envejezcan tanto o más que nuestras autoridades. Si sacamos cuentas, es posible detectar que la media de edad es de 45 años en el caso de los diputados y de 60 años en el caso de los senadores, con contadas excepciones como la diputada Camila Rojas de 28 años y el alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp.
Pero el efecto inhibidor del adultocentrismo no sería preocupante sino fuera porque quienes están tomando las decisiones que afectan a la nación y a las próximas generaciones, como ocurrió con la votación del Tratado Transpacífico (TPP11), tienen en promedio, 64 años. Ojalá estén vivos para cuando percibamos los efectos.
Porque al menos por ahora, mayor edad no es sinónimo de mayor experticia. Muchas veces los años consolidan profundas redes de influencias que terminan propiciando la corrupción.
Por suerte, las nuevas generaciones están cambiando el paradigma. Hoy somos fuerza y seremos cambio para construir todo eso que anhelamos.