En tiempos de la Colonia –o en el de la cocoa, su equivalente- existía en Santiago una calle conocida como Guangualí, lo que en aborigen significa “murmullo de agua”. Esto, en atención a las muchas acequias que pasaban por el lugar. Era un pobrerío semicampestre, con ropa tendida, gallinas y arrayanes. En aquel lugar existía un concurrido corral negrero, propiedad del marqués de Casa Real. Se trataba de un galpón miserable, donde se transaban las partidas de esclavos que sobrevivían al paso de la cordillera. El cuento de que el recinto fue llamado Casa de Tócame Roque es presumiblemente falso. “Tócame Roque”, según esta versión, era una súplica con que los bozales se dirigían al regente -un mulato de ese nombre- para que los vendiera de una vez a algún particular.No es raro, sin embargo, que el solar haya quedado “cargado”. Aún mucho tiempo después de abolida la esclavitud, los vecinos del lugar juraban que por las noches era posible escuchar aullidos africanos y el desapacible chasquido de los huascazos sobre las espaldas. Alrededor de 1920 todavía se desenterraban supuestas osamentas de esclavos en los patios.De la masiva presencia negra en el Chile colonial no nos queda mucho más que estas penaduras. Es increíble que la memoria activa se haya obnubilado respecto a un asunto que tuvo tanta injerencia en la estructura social y en el “tono de la vida urbana”. Hubo negros en los fundos, en las casas con mojinete, en la construcción del Puente de Cal y Canto (Zañartu mató a uno con su propia mano) y en las batallas de la Independencia. Sus aventuras podemos inferirlas de relatos indirectos. Los vemos participando en cuadros generales y engrosando estadísticas, o como protagonistas de episodios aislados, pero rara vez encontramos sus datos biográficos. Crescente Errázuriz recordaba algunos libertos que se quedaron a servir a sus patrones y envejecieron hacia el final de la primera mitad del siglo XIX. 

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