Peligro, estrés y sacrificio. Son sólo algunos de los conceptos que cruzan la profesión. A diario deben arriesgar su vida y ya lo han hecho una costumbre. Se trata de los gendarmes cuya profesión, según ellos mismos aseguran con algo de desazón, es poco reconocida en relación a la importancia que tiene para esta sociedad.
Quisimos conocer su realidad desde dentro. Convivir con ellos, con ese miedo latente que les hizo armarse de valor para jamás volver a perderlo, con esa constante adrenalina que significa estar a solas con decenas de hombres que, de tener la oportunidad, no dudarían incluso en asesinarlos.
Estuvimos durante una jornada con los profesionales y experimentamos todo aquello que habíamos oído. Gritos amenazantes que se colaban entre los barrotes de las celdas, decenas de armas hechizas recién confeccionadas, una riña en los módulos de alta peligrosidad y un reo herido pasando justo frente a nuestros ojos. A continuación, simplemente nuestra experiencia.
LA AUTORIDAD ES LA AUTORIDAD. A las 08:00 de la mañana en punto llegamos al Complejo que alberga a más de 1.850 internos. Es día de visita y ya a esa hora de la mañana caminan cerca de la entrada del establecimiento familiares y amigos de los presidiarios.
Nos miran. Por alguna razón no cuadramos en el ambiente y todos parecen percibirlo.
Ingresar no fue complicado. El oficial que nos aguardaba en la puerta principal, casi de manera natural nos abrió la puerta cuando le dijimos que éramos “los de diario El Día”, pero una vez en el interior se reveló ante nuestros ojos la severidad con la que actúa Gendarmería y su respeto por la autoridad del superior. “No puedo hacer nada sino veo un papel o si mi teniente no da la orden”, nos dice el funcionario a quien le informamos que tenemos autorización para hacer ingreso. “Lo siento, espere al comandante Betancourt”, insiste.
Jugamos de visita y debemos hacerle caso. Pasan los minutos y vemos cómo de a poco llegan los funcionarios. ¿Quién será el teniente coronel Betancourt? No conocemos su rostro, por ello cada hombre vestido con aquel verde oscuro en cuyo uniforme lucen los símbolos de Gendarmería de Chile se vuelve una esperanza.
De pronto, algo pasa. El resto de los gendarmes se cuadra frente a un hombre de mediana estatura, cabello y ojos claros. “Muy buenos días, mi comandante”, se escucha, una y otra vez. Es el paso de Iván Betancourt, el segundo a bordo en Huachalalume, cuya autoridad se aproxima.
“Sí, somos nosotros”, decimos cuando lo tenemos enfrente y nos señala amistosamente con su mano izquierda. No hacen falta más explicaciones. “Síganme”, dice, con seguridad, y avanzamos detrás de él. Al fin, estamos adentro.
SACRIFICIO ANTE TODO. Un par de casaquillas y al ruedo. Podremos circular libremente por los patios del complejo penitenciario, claro, siempre y cuando Betancourt no nos pierda de vista. “Es que aquí la cosa no es un juego”, nos dice quien en todo momento será nuestro guía.
Y es que él, como todos sus colegas, conoce de sacrificios en el ámbito laboral. Asegura que para ser gendarme “hay que tener cuero de chancho”, ya que en no pocas oportunidades todo lo demás quedará de lado. “Hay muchos trabajos estresantes, pero éste lo es en particular, porque no ves nada más que esto, una cárcel. Llegamos aquí a las ocho de la mañana y hay un horario de salida en el papel, pero el papel aguanta mucho, porque en realidad no sabemos a qué hora nos vamos a ir”, cuenta Betancourt, avanzando a paso firme. Aún no sabemos exactamente hacia dónde nos dirigimos.
LA CIFRA
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días seguidos trabajando ha estado un gendarme que realiza la guardia perimetral, labor que en general efectúan quienes recién ingresan a la institución
Continuamos nuestro camino junto al teniente coronel, quien se sincera y reconoce que muchas veces la felicidad se vuelve algo difícil de conseguir para quienes ejercen la profesión. Es que simplemente deben olvidarse de lo único verdaderamente valioso que tiene una persona, la familia. “Por eso es que en una gran parte, los gendarmes son separados y no logran concretar una vida familiar plena (…). Pasan todo el tiempo acá y eso a la larga pasa la cuenta. Ha habido funcionarios que tienen problemas con el alcohol o con las drogas, con esto no digo que todos seamos alcohólicos, pero en muchos casos se produce eso”, asegura el oficial, mientras caminamos por un pasillo rumbo al control que constituye la delgada línea que divide su espacio con el de los reclusos.
CONVIVIENDO CON EL PELIGRO. Cuando nos quitan nuestra identificación, una barrera psicológica se derrumba. Se percibe la incertidumbre de caminar por los mismos patios por los que andan los reclusos. ¿Y los gendarmes no sienten lo mismo? Sí, pero han aprendido a convivir con ello.
Caminar por los pasillos de la cárcel de Huachalalume en un día cualquiera, intimida. “Si pasa cualquier cosa, sigan mis instrucciones”, dice Betancourt, mientras avanzamos a la sala de guardia interna donde el gendarme pretende mostrarnos las decenas de estoques que requisaron el día anterior, desde las celdas, durante un control rutinario.
Pasan a nuestro lado los oficiales de guardia con un grupo de internos que son desplazados en dos filas ordenadas junto a nosotros. “Andan puro sapeando”, dice un presidiario en voz baja y nos mira a los ojos con un dejo de rabia. Le quitamos la mirada, buscando una más amigable entre aquellos reclusos, pero no la encontramos. “Sin foto, sin foto”, dice el oficial de Gendarmería que acompaña a los reos. Y es que sabe que un disparo indiscreto de nuestra cámara podría terminar en tragedia.
Betancourt mira, se asegura que todo esté bien y continuamos nuestro camino.
En la guardia interna nos encontramos con gendarmes que han trabajado toda la noche. El cansancio en sus rostros es evidente y no podemos evitar acercarnos a conversar.
Cuentan que algunos de ellos llevan 48 horas sin descansar. “Lo hacemos para acumular días libres”, aseguran. El resto cumplió las 24 horas que dura el turno y por fin irá rumbo a su casa. Es el caso de Jairo Gómez, joven de 25 años, quien es el único que se atreve a conversar con nuestra grabadora encendida.
“Sí, obvio que el turno es pesado, porque es un día completo, pero ahora tengo dos de descanso”, justifica este oriundo de la Región de Coquimbo, quien había emigrado hace años a Santiago y que producto de los vaivenes de su profesión fue trasladado nuevamente a su tierra natal.
“Claro que es sacrificado”, continúa Jairo, mientras realiza un movimiento para no dar la espalda a un grupo de reos que pasa cerca de nosotros. Sabe que siempre hay que estar alerta y nosotros rápidamente hacemos lo mismo que él. “Yo no tengo a mi familia acá, pero si la tuviera, claro que me reclamarían por el tiempo y los horarios que tengo”, prosigue. “Estoy acá por un tema de estabilidad. Si vas a la universidad tienen que pasar cinco años para poder ganar dinero, en cambio, en Gendarmería empiezas a ganar plata altiro y un sueldo que no es malo”, relata Gómez, cuyo hermano también pertenece a Gendarmería de Chile, institución a la cual, pese a lo demandante, le guardan un profundo cariño y respeto.
“Pasemos adentro”, irrumpe el comandante Betancourt e ingresamos a la sala de guardia interna, una oficina administrativa emplazada para efectuar trámites al interior del complejo. Allí está la decena de armas hechizas que hace pocas horas requisaron y que nos querían mostrar. “Es que los reos son comefierro”, dice otro funcionario que está en la oficina, señalando un estoque confeccionado con algo que se asemeja a la pata de una silla metálica, cuya punta podría asesinar fácilmente a un hombre. “Donde pillan algo que tenga material de metal lo guardan porque se construyen estas armas. Lo hacen por supervivencia muchas veces, porque aquí, usted sabe, dentro de los módulos es la ley del más fuerte”, agrega el gendarme, quien prefirió que no apareciera su nombre.
Pero aquel peligroso armamento artesanal no sólo es utilizado para agredirse entre ellos. Muchas veces los reos lo usan para atentar contra la integridad física de los gendarmes, quienes deben convivir con ese peligro latente. “Ha pasado y ha sido lamentable para la institución”, relata el teniente Alexis Lozano, quien a esa hora se encuentra en la guardia interna.
Él está a cargo de los más jóvenes de Huachalalume, pero no por eso los menos peligrosos, al contrario. “Nuestra sección juvenil está catalogada como de alta peligrosidad, por los internos que llegan desde Santiago o desde otras partes del país (…) Hemos tenido varios inconvenientes con ellos. Sin ir más lejos, el año pasado, dos reclusos agredieron a un funcionario con arma blanca y lo dejaron bastante mal. Además, hubo un conflicto entre ellos mismos en donde después casi mueren dos”, afirma Lozano, mientras Betancourt lo escucha y asiente con la cabeza.
ENTRE LAS AULAS Y EL RIESGO. Continuamos con nuestro recorrido y llegamos a la escuela de la cárcel. No hay campana, pero algo en el ambiente nos dice que la clase está a punto de comenzar. Miramos hacia el norte y se aproximan dos grupos de internos acompañados de dos funcionarios de guardia.
Se forman a la entrada de aquellas aulas a las que la mayoría asiste para obtener beneficios por buena conducta. Allí se preparan para ingresar. “¿Quiénes son ellos?”, pregunta un alumno al aire, que parece no responderle. “¿Quiénes son?”, insiste, ahora dirigiéndose a nosotros, en un tono poco amigable. “Estamos haciendo un reportaje”, atinamos a decirle y entramos a las dependencias casi junto con ellos.
Adentro es lo más parecido a la libertad. Los presidiarios se mueven con naturalidad y nos paseamos entre ellos sin mayores inconvenientes. Pareciera ser que la oportunidad de estudiar los hace cambiar de actitud, salvo por excepciones, como la de un interno que llamaremos “Jimmy”, que se presenta ante nosotros como un susurro detrás de nuestra oreja. “Háganla cortita nomás”, dice en voz baja y amenazante. “Pa’ qué te vai en esa, Jimmy”, le dice otro reo a un metro de distancia y Jimmy se va caminando a su sala, nosotros acudimos a otra. No queremos problemas y no sabemos a ciencia cierta de qué es capaz ese interno. Una vez más nos preguntamos si los gendarmes deben pasar por esto todos los días y no hace falta respuesta.
“¿Todo bien?”, pregunta un siempre preocupado Betancourt, y le contestamos que sí, para no preocuparlo. “Vamos a seguir viendo las dependencias, entonces”, invita nuestro guía y cómo no, a sus órdenes.
EL MOMENTO MÁS TENSO. Caminábamos hacia el sector femenino cuando de pronto vimos cómo un par de guardias desaparecía entre pasillo y pasillo. La radio de otro gendarme que teníamos cerca comenzó a sonar mientras el funcionario a tres metros de distancia se daba vueltas en círculo, nervioso.
Desde las habitaciones de los módulos sobre nuestras cabezas se oían aullidos que parecían de lobo y golpes al unísono. Algo extraño sucedía.
De pronto, una camilla trasladada por los mismos internos se nos viene encima y sobre ella se avista otro reo herido. “Abran el paso, abran el paso”, grita Betancourt mientras la camilla y los guardias se acercan rumbo al hospital del complejo. “No saquís fotos ...”, amenaza uno de los presidiarios que carga a su compañero ensangrentado, mientras pasan frente a nosotros.
“No se les vaya a ocurrir moverse de aquí”, nos ordena el teniente Betancourt quien nos deja a cargo de otro oficial de guardia para correr hacia el módulo 45, donde se encuentran los reos de alta peligrosidad. Detrás de él pasan decenas de gendarmes e integrantes del GARP (Grupo de Apoyo y Reacción Primaria).
“¿Qué pasa?”, preguntamos, aunque ya conocemos la respuesta. El funcionario a nuestro lado nos confiesa que “hay una riña más o menos grande en el módulo más complicado”, responde, nervioso. “¿Podemos ir?”, consultamos, poseídos por la adrenalina que provoca la noticia y un no rotundo nos mata la ilusión.
Pasan los minutos y Betancourt no regresa. “Debe ser seria la cosa”, asevera el funcionario a nuestro lado.
Luego de poco más de un cuarto de hora, todo pareciera volver a la calma. “¿A quién se pitiaron?”, grita un reo desde la ventana de uno de los módulos cercanos. “Al Pete”, grita otro, no sabemos desde dónde. Lo cierto es que finalmente el “Pete” sólo tenía heridas de carácter leve en su pierna derecha. “Debe haber sido como advertencia, porque si hubiesen querido matarlo se la hubiesen enterrado en las costillas y listo”, cuenta un agitado Betancourt, quien vuelve del incidente y asegura que está todo controlado. Nos lleva hasta allá para que lo corroboremos.
En el lugar, el ambiente aún está tenso. Desde los módulos colindantes, otros reos de alta peligrosidad se aferran a las rejas que los separan de donde está la acción, como queriendo pasar a toda costa. “Todo esto se incautó en el operativo que hicimos luego de la riña”, indica el cabo segundo Rodolfo Soto García, del GARP, aún con la agitación por lo ocurrido hace algunos instantes, señalando los estoques, los celulares y la droga que fue requisada.
A un costado, observa en silencio el teniente coronel Betancourt .“Esto es cosa de todos los días. Nosotros hacemos todo por evitarlo, pero no siempre podemos. Yo me pregunto, ¿Si esto no es estresante, entonces qué?”, se cuestiona la autoridad de la cárcel. ¿Qué responderle? Fueron sólo unas horas con ellos y luego de lo vivido no hizo falta más tiempo para comprobar que la profesión de gendarme, definitivamente, no es para cualquiera.