Después de meses de surcar mares y océanos, sobrevivir al hambre y cruzar los Andes, tres jóvenes palestinos llegaron a la ciudad de Santiago de Chile. Era finales del siglo XIX y las crónicas de la época cuentan que los aventureros hicieron fortuna.
Tras viajar a su madre patria para casarse, los árabes regresaron al país austral y se trajeron consigo las esposas, los amigos y hasta los abuelos. Hoy se estima que los descendientes de esa generación en Chile superan los 300.000 y conforman la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe.
Su historia, como la de los 50 millones de europeos que en esa misma época huyeron hacia el Nuevo Continente, es un relato de esfuerzo e integración que hizo de la comunidad un grupo cohesionado que, actualmente, ostenta posiciones de poder en la sociedad chilena y que conserva muchas de las tradiciones de su lejano territorio.
UN PERIPLO DE 13.000 KILÓMETROS
Para la mayoría de ellos, la aventura comenzaba en las ciudades costeras de Haifa o Jaffa, donde embarcaban rumbo a un puerto europeo, generalmente Génova o Marsella. Allí podían pasar semanas o incluso meses hasta que lograban comprar un billete que les permitía viajar al tan ansiado continente americano.
En la mayoría de los casos, después de más de un mes atravesando el Atlántico, y enfrentarse al hambre y a las enfermedades, llegaban a Buenos Aires.
Para quienes tenían claro que Chile era su destino, Argentina era el inicio de una peligrosa travesía: cruzar la gigantesca cordillera de Los Andes.
La hazaña empezaba en la ciudad argentina de Mendoza, al pie de la cadena montañosa, donde a lomo de una mula emprendían el camino desafiando los vertiginosos precipicios y el viento cordillerano.
Cuatro días después llegaban a la ciudad de Los Andes, en suelo chileno, donde tomaban un ferrocarril que los conducía hasta el anhelado Santiago.“Llegamos arrancando de la guerra, buscando nuevos horizontes para nuestras familias y un mayor bienestar económico y social para nuestros hijos”, relata a Efe el comerciante chileno Carlos Abusleme, cuyos padres se radicaron en Chile tras escapar de la persecución de los turcos otomanos a principios del siglo XX.
UNA MINORÍA
CRISTIANA ORTODOXA
La mayoría de los que hace un siglo y medio llegaron al país austral procedían de los mismos barrios de Beit Jala, Beit Sahour o Belén, tres ciudades de la región conocida como Cisjordania pobladas por cristianos ortodoxos, cuya tradición también trajeron a Chile.
Como en ese momento el país sudamericano no conocía la religión ortodoxa, “la comunidad palestina se adentró fuertemente a la religión católica romana apostólica, cuya doctrina era parecida a la suya desde un punto de vista teológico”, explica a Efe el académico Eugenio Chahuán, del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile.
“Fue una migración en cadena. Los recién llegados necesitaban a gente que les ayudara en sus trabajos y empezaron a traerse a sus familias, a la gente de su barrio y del mismo clan familiar”, señala el académico.
Como otros países jóvenes de Sudamérica, en esa época Chile necesitaba más mano de obra para consolidar su economía y, a pesar de que los gobiernos apostaron preferentemente por los inmigrantes europeos como los alemanes o los austríacos -a quienes ofrecían tierras y derechos-, los palestinos llegaron sin preguntar y comenzaron a forjar su futuro de la nada.
Los rumores de la riqueza que estaban logrando en Sudamérica llegaron hasta el otro lado del mundo, donde rápidamente se difundió la idea de que en Chile se podía hacer mucha más fortuna de la que nunca podrían llegar a juntar en Palestina produciendo aceite y cultivando olivos.
En ese periodo, el modelo de la economía chilena, que hasta el momento se basaba eminentemente en la producción agrícola, estaba transmutando hacia un sistema de producción capitalista, un contexto que, según Chahuán, “ayudó a los inmigrantes palestinos que aprovecharon la expansión del mundo de los negocios y se dedicaron al comercio y los textiles”.
SANTIAGO, LA
PEQUEÑA PALESTINA CHILENA
Su conocimiento del mundo y su habilidad para los negocios les permitió instalarse en el estrato medio-alto de la sociedad, una situación que, sumada a la coyuntura económica de la región, les convirtió en una minoría relevante desde el punto de vista económico, político y cultural.
Tuvieron un impulso comercial que se plasma hoy en distintas multinacionales chilenas como el Banco de Crédito e Inversiones (BCI), fundado en 1937 por el palestino Juan Yarur Lolas, o la inmobiliaria Parque Arauco, focalizada en la explotación de centros comerciales y con presencia en Perú y Colombia.
Estas empresas se suman a otras instituciones como el Club Social Palestino, que se encarga de dinamizar la actividad cultural y social de la comunidad, y el Club Deportivo Palestino, fundado en 1920 por miembros de las familias palestinas en la sureña ciudad de Osorno.
El equipo, que luce los colores de la bandera palestina en su escudo y camiseta, juega en la primera división chilena y cuenta con un estadio con capacidad para 12.000 seguidores.
“A diferencia de la Europa xenófoba, la sociedad mestiza americana acogió mucho mejor a los inmigrantes palestinos, de ahí que hoy esta minoría está representada en el país tanto en el mundo universitario como en el cultural, judicial y político: en Chile se produjo una integración transversal”, destaca Chahuán.
LA LENGUA QUE SE PIERDE, LA MÚSICA QUE PERDURA
A pesar de esta exitosa adaptación e integración, el proceso de asimilación de elementos culturales de la sociedad chilena también acarreó la consecuente desaparición de algunos rasgos propios. Uno de los más evidentes fue la pérdida idiomática, pues se calcula que solo 2.000 miembros de la comunidad continúan dominando el árabe.
Pero el desconocimiento de la lengua no ha impedido que algunos jóvenes de ascendencia palestina se sientan atraídos por la música árabe, lo que les ha llevado a crear grupos y orquestas de música tradicional en las que interpretan canciones conocidas de su tierra, cuyas letras son incapaces de descifrar.
“Por más extraño que parezca, los músicos chilenos que tocan y cantan canciones palestinas no hablan árabe”, dice a Efe el músico Kamal Cumsille, miembro de una orquesta especializada en música tradicional de Medio Oriente.
La fascinación de grupos como el de Cumsille por este tipo de canciones es producto de la reproducción “natural” de unos gustos y sensaciones que se siguen transmitiendo con fuerza de padres a hijos, y que continúan haciendo vibrar a las generaciones de chileno-palestinos nacidos en el extremo opuesto del planeta, donde las composiciones fueron recitadas por primera vez.
“Lo que se reproduce es un cierto modo de ser y, por tanto, como las sensaciones y el gusto por la música perduran, los músicos, a pesar de no conocer la lengua, son capaces de interiorizarla e interpretarla”, manifiesta Cumsille, quien recalca que no tiene ninguna voluntad política por reavivar las tradiciones.
“La música está viva y seguirá estando viva siempre”, sentencia.
Aunque muchos hayan perdido el idioma y buena parte de sus tradiciones, la distancia entre ambos pueblos y el siglo y medio de generaciones que ha habido por medio no han impedido que las raíces de los chilenos, que hoy en día siguen describiéndose como árabes, permanezcan latentes y sólidamente ancladas en los dos estados.
Algunos dicen que actualmente en Beit Jala, Beit Sahour o Belén se sabe más del país austral que lo que un chileno común conoce de todo Oriente Medio. Otros cuentan que en Chile las conversaciones entre descendientes de esos primeros aventureros están llenas de gestos y reflejos de los lejanos paisajes que un día sus abuelos dejaron atrás.
Palabras, miradas y pensamientos que acortan la distancia y recuerdan que, por más años que pasen, Chile y Palestina comparten presente y tradición, alma y corazón.