• El rostro más triste de la vejez
    El rostro más triste de la vejez
En la Fundación Las Rosas de La Serena, día a día, se esfuerzan por sacar adelante a los adultos mayores que son abandonados o dejados en la institución por diversas razones. Sin embargo, el paso del tiempo es implacable y ha dejado huellas tanto en el cuerpo como en la mente de la gente de la tercera edad.

Don Carlos Carvajal Cerda dice haber sido marino mercante y haber peleado en una guerra entre Inglaterra y Alemania. Asegura que es amigo del expresidente Ricardo Lagos, al cual cita todos los días durante el programa que cree transmitir por radio Riquelme de Coquimbo, en donde habla de lo humano y lo divino hasta quedarse dormido. Don Carlos Carvajal tiene 106 años y es el hombre más longevo de Fundación Las Rosas.
Así, en un mundo ficticio, quizá como queriendo olvidar el real, vive más de la mitad de los ancianos que alberga el hogar ubicado en la Avenida Cuatro Esquinas 523.
Estuvimos una mañana con ellos y fuimos testigos de una realidad que impacta. Pese a los esfuerzos que realiza la Fundación, el paso del tiempo pareciera tornarse más implacable cuando se mezcla la soledad y el abandono.

DÍAS DE RUTINA. Son las 10:30 de la mañana y los ancianos ya parecen estar ensimismados cada uno en sus quehaceres. Caminando por los pasillos los vemos avanzar sin mirar hacia un costado, van rápido, no sabemos dónde. Llegamos a la sala donde se efectúa la terapia ocupacional, es día de clases de mosaico y un grupo de abuelitas se esfuerza por hacer el mejor de los trabajos.
Un chaleco rosado destaca entre los demás. Es el que lleva la señora Lorenza, de 78 años, tres en el hogar. “Con ella se puede hablar, está bastante bien en su sistema cognitivo”, señala la hermana Dolores, cuidadora de los adultos mayores y quien nos acompaña en nuestro recorrido.
Desconfiamos. Sin embargo basta con cruzar dos palabras con Lorenza para percibir su lucidez. “Aquí me tiene, haciendo mosaicos”, dice, mientras distribuye el trabajo de sus manos entre las lozas y el arreglo de su cabello. La mujer ha tenido una vida agitada y parece haber encontrado un lugar en el mundo donde descansar. “Quiere saber de mi historia, bueno, le cuento”, comenta, desafiándonos. “He pasado por hartas cosas, de partida enviudé dos veces”, relata con una serenidad que impresiona.
La señora llegó al hogar hace tres años, luego que una asistente social se lo indicara. “Lo que pasa es que en mi casa pasaba sola en una pieza porque mi hija trabajaba en Coquimbo y ya me había caído dos veces, porque debido a mi edad me costaba ponerme de pie”, recuerda la mujer que asegura que sus hijos y nietos la van a ver constantemente.
Pero no todos tienen la lucidez de Lorenza. El tiempo ha dejado huellas en la gran mayoría de los ancianos y no sólo en sus cuerpos, sino también en sus mentes. Así lo corrobora la hermana Dolores. “Usted ya vio a don Carlos, él es muy viejito y se entiende que esté así. La señora Lorenza es una excepción, es de las pocas con las que se puede conversar, porque aquí la gran parte de los ancianos tiene algún tipo de demencia”, afirma.
Fuera de la sala de ocupaciones, el ambiente se percibe distendido. A medida que avanza la mañana, los abuelos comienzan a mostrar una sonrisa en sus rostros. “Es que pese a la adversidad y a que muchos de los ancianos son abandonados, son felices”, acota la hermana, quien es interrumpida por una adulta mayor que se aproxima decididamente hacia nosotros en su silla de ruedas. “Tengo hambre, mucha hambre”, le dice efusivamente a la cuidadora.
Se trata de Dora Castillo, quien acaba de desayunar. “Ella también padece demencia”, confirma Dolores. Y es que la mujer, oriunda de Algarrobito, tiene la manía de pedir comida. “Ella es así, termina de comer y empieza a decir que tiene hambre, debe ser porque en los lugares rurales donde se crió se comía mucho”, comenta nuestra guía.

LA CIFRA

400

mil pesos al mes es lo que gasta un anciano no valente. Por ello, en la Fundación Las Rosas requieren ayuda.

Pero el aparente apetito constante no sería la única particularidad de la señora Dora. Resulta que según cuentan los funcionarios, la mujer, que bordea los 80 años, habría sido la creadora de las papayas confitadas. Pero lejos parecen estar esos tiempos en que fue una popular e innovadora comerciante de dulces. Trata de contarnos algo que no entendemos mientras se va del lugar. “Estoy cansada, ya llevo ocho días acá”, relata, despacio. Según los registros, lleva dos años y medio en el hogar.

SUEÑOS LEJANOS. Estar, algo tan simple, pero para estos ancianos pareciera ser un logro. Estar, esperar, verbos que se conjugan en su diario vivir. En medio del recinto hay un salón donde los ancianos “están”. Se acerca la hora del almuerzo, pero nadie parece darse cuenta (salvo la señora Dora). Los abuelos, la mayoría en silla de ruedas, miran el horizonte. “A mí no me tome fotos, váyase de aquí”, vocifera un señor, Domingo Cárdenas. “No se preocupe, él es así, complicado, pero es buena persona”; comenta, siempre atenta, la hermana Dolores.
En la capilla del hogar, unos profundos ojos azules llaman la atención. “¿Podemos hablar con la señora?” , le preguntamos, siempre cautos, a la cuidadora. “No soy señora, soy señorita”, se apresura a responder, no la hermana Dolores, si no la propia Helena Villalobos, quien también esconde en su hoy apacible apariencia una vida paradojalmente agitada. Cuenta que en sus años de juventud fue funcionaria de Lan Chile.
Aparte del color de sus ojos, llama la atención la vivacidad con que recuerda su pasado, parece costarle un poco, pero se esfuerza y logra dar con los momentos en su memoria. Según su relato, habría llegado a La Serena justo en 1973, luego del golpe de Estado. Y es que a la señorita Helena no le gustaba el convulsionado ambiente que se vivía en la capital. “Estaba todo agitado (…), pero me gustaría volver a esos tiempos, yo era muy feliz”, remarca la octogenaria mujer que nunca se casó ni tuvo hijos. “Viene a verla una amiga que tiene ella, algunas veces”, precisa la hermana Dolores, quien nos mira desde la puerta de la pequeña capilla.

EN EL COMEDOR. La comida está por servirse. Comienza el movimiento y los ancianos lentamente se acercan al lugar. Algunos lo hacen por sus propios medios, los que pueden. Llama la atención cómo, sin que nadie se los pida, los adultos mayores más autovalentes ayudan a los más desvalidos. Con una evidente cojera un anciano empuja la silla de uno de sus compañeros. La imagen conmueve.
Cuando están todos en sus puestos, esperan, nadie parece impacientarse. No hablan entre ellos.
Buscamos a la señora Doris, la del apetito constante y no la divisamos. Tomamos fotografías y nadie parece incomodarse.
Cerca del ventanal, acompañado por dos abuelos, está don Gastón Espinoza. El anciano llora. Nos acercamos a él y nos recibe con la mano estirada como anhelando nuestra presencia. “Me dejaron acá, ya hace cómo seis días, ya”, susurra entre lágrimas. “Soy de Calingasta, más allá de Vicuña, ¿conoce Vicuña usted?”, pregunta. No deja que le respondamos.
Cuenta que todavía no va nadie a verlo, “pero mi niña debe estar por venir ya”, afirma. Le preguntamos si se refiere a su hija, pero guarda silencio por unos instantes hasta que él mismo decide romperlo. “Mire, le voy a contar una cosa, a mí se me fue mi mujer, lo que me da mucha pena, me siento muy solo yo, no sé por qué estoy acá, si yo no le hice nada a nadie (…) no puedo olvidarla”, agrega, pensando en el amor de su vida, cuyo nombre se esfuerza por recordar, pero finalmente no lo logra. 

HILDA Y VIRGINIA
••• En la soledad los lazos se fortalecen. Pese a que ambas reciben visitas periódicamente, Hilda y Virginia parecen haber encontrado una nueva familia, la una en la otra. Caminan siempre juntas por los pasillos del hogar. “Rara vez se las ve solas”, afirma la hermana Dolores, a quien estas dos ancianas saludan con cariño cuando la ven pasar. Ellas no pueden vivir separadas. Funcionarios del centro relatan que Virginia se desespera cuando Hilda sale de paseo con su esposo. “Tratamos de que cuando le toca visita a una, la otra también salga a pasear con los hijos, para que nunca se sientan solas”, señala Dolores.

DESDE EL ESFUERZO
••• Si no existiera Fundación Las Rosas, muchos de estos abuelos que por distintos motivos han perdido sus capacidades físicas o cognitivas se encontrarían en la calle. Así lo explica la directora del centro en la Región de Coquimbo, Ximena Salinas. “Los abuelitos que llegan acá no lo hacen en buena situación, la mayoría llega en situación de calle y acá con mucho esfuerzo los hemos recuperado, prestándoles atención física y también psicológica (…). Acá tenemos ejemplos de adultos mayores que han llegado muy mal y que hoy incluso nos ayudan con los abuelitos que son más desvalidos (…). Es muy lindo lo que aquí se produce”, dice Salinas.
Pero para llevar a cabo esta labor se requiere dinero y en el caso de la Fundación, ésta sólo se mantiene con las donaciones que hace la comunidad. “Imagínate que un abuelito gasta en promedio alrededor de 400 mil pesos mensuales, eso es mucho dinero, es por eso que necesitamos que nos ayuden, necesitamos más socios que colaboren porque sin ellos no podríamos llevar a cabo esta tarea”, sostiene.

 

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