una casona olvidada, estación del recuerdo, tolera acoso urbano para cultivar nostalgias en utopía ferroviaria. Cuando la porfía de un joven vestido a lo huaso aún concita interés por la tradición. Donde un farol de guardavías sigue alumbrando a los románticos. Cuando salí de mi casa...  La vieja estación vicuñense luce tal como una cayana diaguita. Y no es fantasía pura... es una comparación de arcilla, aire y sol. La alfarería prístina que usaban las mujeres del valle para tostar las semillas junto al fogón. La fragancia de las algarrobas, chañares y otras bondades alimenticias de la naturaleza atraía al prójimo para compartir en amistad. Y, algo de eso, fueron las estaciones ferroviarias desde sus comienzos - siglo XIX hasta 1975. Para Gabriela no eran simples construcciones por el padre de su amiga Marta Samatán. Eran, sin lugar a dudas, otras reinas. Así, tal como en Las Cortes de Amor, ellas eran asediadas desde el tren de pasajeros con su comodidad y elegancia al tren lastrero aporreado y servicial, como siempre. ¡Claro, hubo góndolas y volandas! Muy pocos caminaban; el clavador volaba sobre durmientes. Pero, habíamos quedado con otras cosas y otros seres: La vasija india y el farol del guardavía no alteraban al modelo arquitectónico y que actualmente sólo sirve para reflejar la luz del sol. Hum. (El acoso urbano se pasa por alto). Mientras ya hay posibilidades de recuperar la estación - aunque sea sin el tren -,  no se “puede pasar por alto la figura de un Huaso Chileno entre la Boletería y el Andén para la Vía Libre, don Sabino Varela. Cabe recordar a Roberto Munizaga -escribió “En torno a Sarmiento”- y a toda la corte de “carrunchos y tiznados” que acamparon en Diaguitas, lugar, donde una hija escribió el in memoriam y, luego, consiguió que una calle del pueblo recuerde al padre ausente: Emilio Torres, el último guardavías del ramal Coquimbo a Rivadavia. 

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