Una huerta centenaria, alacena de la abuela, prodigaba alternativas para mesa apuntalada en la lonja ribereña. Cuando se cumplía aquel dicho que dice “nadie conoce el centro de la olla si no que el cucharon que la revuelve”. Donde la cazuela con huesito de vacuno se aliñaba con sabores de monte verde. Amarillo es el oro... 
Con la llegada de los años ochenta, la huerteria tradicional se perdió por las rinconadas y calles únicas de los pueblos. Desde Copiapó al sur, incluyendo parte de  los “cercos aborígenes”, cambiaron su fisonomía paisajística en aras de los limones, nogales, viñas  y otras producciones del agro. La imagen sentimental y de esfuerzo en Punitaqui y sus molinos al viento sigue en la región de los valles.  
El huerto relevado por el progreso no era otra cosa que un rectángulo de tierra con acceso al agua a traves de una acequia o canal de regadío. Otro cuadrado o rectángulo menor lo conformaba la casa de adobes.  Así, con  un portón en el centro y dos aposentos con sus respectivas puertas al interior y ventanas, principalmente, a la calle. Una cocina con fogón para la leña, una batea de madera y la consabida alacena o despensa. - ¡Ah, no lejos el horno de barro y el telar al aire libre! 
Y, qué decir de los abuelos: ella y él, los cucharones de la casa. “Con los ojos de los siete años”, tal como solía decir Gabriela Mistral, se veían otras cosas. La comida no faltaba. La alacena se hacía chica en los momentos de apremios económicos. En 1931 -crisis del salitre chileno- quedó el dicho “vecinita, présteme su huesito” y éste iba de casa en casa para adobar el caldo o cazuela de la casa antigua con cebollita picada, cilantro, orégano y el resto de monte verde, recuerdan. Mientras aún celebran el Día del Trabajador tanto en la mar, la montaña, los valles y otros lugares, la huertería empieza a recuperar terreno. El otoño viene entre blanco y negro; el resto del año, entre verde y seco. ¡Vale! 
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