El 3 de septiembre de 1939 los pasajeros del barco que había gestionado Pablo Neruda pisaron por primera vez el suelo chileno. Hoy, 77 años después, son muy pocos los que pueden hablar de ese viaje que los alejó de los horrores de la Guerra Civil española y les permitió recuperar la dignidad

Era noche cerrada pero nadie podía dormir. Desde la proa del Winnipeg se avistaron los primeros cerros. Las luces de Valparaíso penetraron a través de los ojos de buey. A bordo, 2.500 españoles se mecían al vaivén de las olas, entre la incertidumbre y la esperanza de quien vuelve a empezar otra vez.

El 3 de septiembre de 1939 los pasajeros del barco que había gestionado Pablo Neruda pisaron por primera vez el suelo chileno con ese leve desajuste de equilibrio que provoca caminar por tierra firme tras un mes entero de navegación. Hoy, 77 años después, son muy pocos los que pueden hablar de ese viaje que los alejó de los horrores de la Guerra Civil española y les permitió recuperar la dignidad.

"El Winnipeg nos dio algo más importante que la vida: nos concedió la posibilidad de reconquistar nuestra propia libertad. Realmente fue un viaje lleno de satisfacciones", recuerda el español Víctor Pey desde su pequeño despacho en Santiago de Chile.

Acaba de cumplir 101 años pero su asombrosa lucidez, su admirable agilidad y la vivacidad de su carácter apuntan todo lo contrario. ¿El secreto? "Trabajar todos los días. Sábados, domingos y todos los festivos", dice.

Este ingeniero industrial nacido en 1915 en Madrid creció en Barcelona, donde su familia se trasladó cuando él tenía dos años. Durante la Guerra Civil española marchó con la columna del anarquista José Buenaventura Durruti al frente de Huesca y trabajó como técnico de la Comisión de Industrias de Guerra de Cataluña.

Como tantos otros exiliados, el 25 de enero de 1939, él y su hermano cruzaron los Pirineos con sólo unos cuantos terrones de azúcar en el bolsillo. Tras conseguir escapar de un campo de refugiados en Perpiñán llegó hasta París donde también se encontraba el poeta chileno Pablo Neruda, a quien el gobierno chileno le había encargado la gestión del rescate de refugiados españoles.

"Pedí una entrevista con él y me recibió. Me hizo las preguntas de rigor, apuntó algunas cosas pero no me dio muchas esperanzas. Salí un poco desilusionado". Sin embargo, al cabo de unos días recibió un telegrama. Neruda lo había incluido a él y a su familia.

En un puerto fluvial cerca de Burdeos les esperaba un carguero francés de algo más de 5.000 toneladas habilitado para el traslado a Chile de 2.500 supervivientes de la guerra fratricida.

"La inmensa mayoría de los que subimos a ese barco veníamos de los campos de concentración. Llegar al Winnipeg, tener un techo, desayuno, almuerzo, comida ¡Y una ducha!... ¡Imagínese! Eso no era un barco, era un hotel de cinco estrellas", recuerda Pey visiblemente emocionado.

Las bodegas del carguero de vapor fueron apresuradamente habilitadas con literas de tres pisos, sillas y mesas para poder acomodar a los refugiados, quienes en cubierta intentaban domesticar el temor a ser interceptados por submarinos alemanes.

Los niños, en cambio, vivieron el viaje como una auténtica aventura. Así lo recuerda la artista de origen catalán Roser Bru desde su casa-estudio del barrio santiaguino de Providencia.

"Había tanta gente que todo el mundo corría a tomarse un espacio en la cubierta. Mis padres se pasaban el día sentados en una tumbona. Yo y mi hermana nos encargábamos de los niños más pequeños, les cantábamos canciones para que se distrajeran", explica la pintora de 93 años.

La mayoría de los pasajeros embarcaron con apenas un jersey, un abrigo y algunos objetos de valor sentimental. Bru, quien en ese entonces tenía quince años, recuerda que en su bolsillo llevaba un libro que hablaba sobre los impresionistas. "La pintura me ha acompañado toda la vida", dice la Premio Nacional de Artes Plásticas de Chile que aún sigue pintando todas las mañanas.

Durante esos treinta días de travesía, los refugiados se organizaron para ayudar a la tripulación del barco a preparar las comidas, limpiar los baños o encargarse de la enfermería, espacio que fue testigo del nacimiento de dos criaturas: Andrés Castell y Agnes América Winnipeg Alonso.

Finalmente, el viejo barco de vapor, avezado al transporte de cacao, café o arroz, atracó en el puerto de Valparaíso la madrugada del tres de septiembre de 1939. Esta vez cargado de esperanza.

"Recuerdo que al llegar nos quedamos mirando las luces que subían hasta el cielo. Pensábamos que eran rascacielos. Cuando amaneció nos dimos cuenta que eran casitas que colgaban de los cerros", relata Bru.

En Valparaíso una multitud con banderas del Frente Popular de Chile esperaba la llegada de los republicanos. Les saludaron a gritos, cantando el Himno Nacional de Chile y la Internacional.

"Después nos subieron a un tren que nos llevó hasta Santiago. En cada una de las estaciones en las que paramos había gente que nos recibía con aplausos y flores. Fue muy emocionante. Esa gente desprendía pura amabilidad", recuerda Pey con las pupilas encendidas.

A partir de ese momento, los pasajeros de ese barco, que según escribió el poeta tenía un nombre alado, dejaron atrás la angustia y la derrota para abrirse paso hacia un mundo hecho "de mar y vino y nieve" donde, para muchos, el exilio se convertiría en una vida entera.

 

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